
La mayoría de nosotros hemos crecido negando nuestros sentimientos y emociones negativas. Nos han enseñado a disimular, a distraernos, a negar la tristeza, el desánimo, la desvalorización, la rabia... No tenemos herramientas para manejar las sombras que nos habitan, pero esas sombras existen, perviven y se alimentan de la oscuridad. Subsisten por no ser alumbradas. Se agarran a nuestros huesos, se nutren de nuestra sangre, minan nuestra salud.
¿Podemos enseñar a nuestros hijos habilidades que no hemos aprendido? Estoy segura de que sí. Podemos empezar atendiéndonos a nosotros mismos; ellos imitan lo que ven.
1. Lo primero que podemos hacer es escuchar, escuchar con todo nuestro ser. La presencia es el mejor regalo que podemos hacer a otra persona. Dejamos lo que estamos haciendo, dejamos nuestros pensamientos, nuestras preocupaciones, el teléfono, la cacerola o lo que sea que tenemos en las manos, y escuchamos. Paramos el mundo para escucharle.
2. Después podemos aceptar sus sentimientos con pocas palabras. No hace falta dar un discurso, basta con asentir. “Ya veo”, “Mmmm”, “Oh”. Algunas acciones deben restringirse, (“Di lo que quieres con palabras, no con los puños”), pero todos los sentimientos pueden aceptarse (“Ya veo que te sientes muy enojado con tu amigo”).
3. De nombre a sus sentimientos. Quizás su hijo no sea capaz de expresar con palabras cómo se siente. Quizás se limite a describirle una situación que le entristece o le enfurece. Ayúdele a concretar sus sentimientos. (“Parece que te sientes decepcionado...” “Puede ser muy frustrante...”)
4. Concédale sus deseos en la imaginación. (“Imagínate cómo sería montar en esos caballitos. Podríamos subir esa colina...”)
Evite las respuestas filosóficas (“Así es la vida”), negar sus sentimientos (“No hay razón para alterarse tanto”, “Lo que ocurre es que estás cansado”), dar consejos (“¿Sabes lo que deberías hacer?”, “Si estás cansado, acuéstate”), hacer un interrogatorio (“¿No te diste cuenta de que esto pasaría?), compadecerse (“Pobre de ti, qué lástima me das...”), psicoanalizar la situación (“La verdadera razón por la que estás alterado es que...”), defender al otro implicado (“Entiendo la reacción de tu profesora. Tienes suerte de que no...”).
La mejor respuesta es la empatía, la que reconoce su experiencia, sus sentimientos, aunque no esté de acuerdo con ellos. No juzgue ni analice su reacción. Simplemente sírvale de espejo. Cuando aceptamos los sentimientos de nuestros hijos, ellos aceptan mejor los límites que les fijamos. Por otro lado, si les damos una solución instantánea les privamos de la posibilidad de resolver sus propios problemas.
Los niños no saben por qué se sienten como se sienten, y si lo saben suelen sentir reticencia a contarlo porque temen que no sea una razón suficientemente buena para llorar... Por ello es mejor no presionarlo para que nos de una explicación de lo que le pasa. Es preferible decirles “veo que hay algo que te entristece” en lugar de someterlo a un interrogatorio: “¿Qué fue lo que sucedió?”, “¿Por qué te sientes así?”.
En resumen, cree un espacio de silencio elocuente, de acogimiento, de aceptación amorosa. De a su hijo la oportunidad de expresarse y ayúdele a poner nombre a eso que siente.
Carmen Sicilia.